domingo, agosto 20, 2006

Código Desconocido de Haneke

No es código desconocido una película de las que se terminan al salir de la sala. Detrás del aparente desorden de su estructura hay un guión que encaja y sugiere que pide ser analizado y recordado.
El tema tratado no es la dificultad de comunicarse, sino la presentación del paso siguiente : lo que ocurre cuando los personajes no saben ya qué decirse. No es que el lenguaje esté ya desgastado, es la propia idea, la que genera ese lenguaje, la que ha perdido toda consistencia. Los personajes se mueven si saber qué es lo que sucede, cómo interpretarlo, cómo reaccionar ante ello.
La realidad se rompe y ante esa desorientación sólo cabe el silencio. Un silencio duro e incómodo, violento y directo que acaba convirtiéndose en la única evidencia de la realidad. Un lugar en el que refugiarse mientras se espera a que las cosas vuelvan a su sitio.
Este es el tema que Haneke desarrolla. La forma de exponerlo funciona porque Haneke se sirve de varios niveles para presentarlo. Desde el más obvio, hasta el más sugerente. Como se ha dicho al principio, Haneke ha trabajado el guión con un cuidado y una intención a la que el cine no nos tiene acostumbrados. El ejercicio de ir recordando las escenas, de ir enlazando a los personajes y los escenarios acaba ofreciendo una imagen reconocible. Como la de ese personaje de cuento que se pierde en el campo de su casa de noche y por la mañana, desde su casa, descubre que sus pasos perdidos han trazado la silueta de una paloma.
Ese dibujo subyace en el trabajo de Haneke y el descubrirlo supone uno de los placeres de esta película en la que no hay ni humor ni risas.
El fondo de todo, esa imposibilidad de encontrar coordenadas desde las que interpretar la realidad, se muestra ya en el arranque de la película : lo que pretende ser una buena acción acaba perjudicando a todos los que participan en ellas. El camino hacia el bien parece perderse por terrenos desconocidos. Y lo mismo sucede en las relaciones entre las personas.
Los personajes no saben ni siquiera darse la bienvenida : en su lugar, ofrecen un silencio sobre el que no se puede construir nada. La mujer que regresa a Rumanía o la llegada del fotógrafo a casa después de haber hecho reportajes fotográficos sobre la guerra. Ese mismo silencio le sirve a Binoche para romper con el fotógrafo o al taxista negro para dejar a su familia.
Ese silencio no se limita a la ausencia de palabras. Es un silencio que abarca a los sentidos. También tienen los personajes miedo a tocarse y reaccionan con violencia a la mano que trata de calmar (Binoche calmando al granjero que ha perdido al hijo o la chica que no acepta el beso que su amigo le da en el brazo).
Subyace en la película el tono de otras como “El invitado de Invierno”, “La tormenta de hielo” o “El dulce porvenir”. Haneke no se permite la más mínima concesión y solo permite que en la ficción del cine o el teatro los personajes se rían o se digan “te quiero”. Fuera de ese territorio sólo queda la confusión y la desorientación ante lo que sucede.
Una vez establecido el registro de las relaciones personales, Haneke sube un nivel para mostrar cómo ese problema afecta también a los colectivos que tratan de vivir juntos en ese París. Una visión poco alentadora en la que el panorama se parece más al descrito por Giovanni Sartori en su análisis “La sociedad multiétnica” que a la dulce visión que la política trata de vender. Ahí también faltan los criterios para juzgar y situarse en una situación que ya no ofrece ninguna seguridad. El esfuerzo de ese padre taxista exigiéndole a su hijo que le diga la verdad traspasa esa escena y se convierte en una especie de exhortación a toda la realidad. Esfuerzo inútil que no evita su posterior abandono.
Cuando el discurso completo ya no es coherente, la realidad debe construirse desde abajo, tratando que el sentido de escenas aisladas consigan iluminar algo más de lo que en ellas se trata. Haneke tiene esto presente y por eso se demora tanto en escenas que cualquier otro hubiera utilizado de transición. La violencia en el vagón de metro, la frialdad con la que el ganadero mata a todas sus vacas por la marcha del hijo, el entierro en el que todos son culpables, la violencia del diálogo en el supermercado o ese intento del fotógrafo de redimirse con unas fotografías en el metro al estilo de Walker Evans. Ejemplos de una historia que mantiene una mínima estructura narrativa para colgar de ella las escenas que verdaderamente importan.
Habrá quien diga que esto de la incomunicación ya está muy visto. Ante esta posición cabe defenderse con dos razones. La primera recordando que la propuesta de esta película no es que hablemos con idiomas distintos, es que no sabemos qué decir. La segunda, que Haneke mezcla lo real con lo metafórico, logrando así escapar de la trampa de lo evidente. Muchas de sus escenas, como la ya mencionada del ganadero matando a sus vacas, tienen más fuerza que cualquier artículo del filósofo de turno.
A pesar del tono pesimista de la película, Haneke deja una puerta abierta en esa sugerente escena del concierto de los niños sordomudos. A pesar de las limitaciones, todos consiguen tocar juntos coordinados y con ritmo. La única pregunta que se plantea es : ¿Y quién hará de director?.

Francisco Javier Sánchez
Críticas de Cine
www.criticasdecine.com

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