lunes, julio 24, 2006

Entrevista a Juliette Binoche, en el Festival internacional de Mar del Plata

"Yo me expongo: nunca trato de salvarme”

La actriz francesa analiza sus apariciones en las películas de Abel Ferrara (Mary) y Michael Haneke (Caché), recuerda su trayectoria desde Bleu a Los amantes del Pont Neuf y asegura: “No elijo por dinero”.

Juliette Binoche es una mujer fotogénica aun cuando no haya presentes cámaras en esta coqueta suite en la que se hospeda, en el Hotel Hermitage. Esta mujer, que espera paciente, relajada, es casi una confirmación de la imagen francesa para el mundo: cultiva una parsimonia, un control absoluto de gestualidad y palabras que –admitirá– se puso en crisis cuando filmó Mary con Abel Ferrara. Llegó a Mar del Plata para presentar ese film sobre una actriz comprometida en exceso con el texto de las Sagradas Escrituras que le toca interpretar en la ficción: como si se tratara de una caja de mamushkas, la propia Binoche hurgó en los Evangelios, se interesó por la figura de María Magdalena hasta sorprender al propio Ferrara con su recordación perfecta de los textos bíblicos. En Caché, de Michael Haneke, el tono varía: se trata de un thriller con crítica social en el que el género del terror (cuando una mujer y su familia son observados, incluso acosados por un desconocido) sirve como excusa para plantear una mirada crítica, revulsiva, sobre el corazón de la familia burguesa occidental. “Haneke tiene tendencia a controlar; hay que tener mucho coraje para trabajar con él. Fue muy difícil para mí porque yo amo mi libertad”, dice en la entrevista. Binoche mantiene su belleza etérea, la que la hacía “más que humana” en el film Bleu, de Krzysztof Kieslowski, aunque se niegue a pensar aquel calvario moderno como un germen de su actual performance religiosa en el film de Ferrara. “Ese era un camino personal, tal vez espiritual, pero nunca religioso” (sobre el vía crucis de una mujer ensimismada ante la muerte de su esposo y su hijita). La que habla es una de las máximas figuras de la pantalla francesa, una cara que se disputaron todos y se ganaron sólo los “auters” –dice–, los que le propusieron una mirada personal y no una línea seriada de producción de películas. Ella promociona su marca con el eslogan: “Saber elegir”.
–Ferrara quedó muy impresionado conmigo: yo sabía más que él sobre María Magdalena –recuerda–. Yo había leído el Evangelio, tenía una idea formada y quería aportar una visión femenina sobre esos textos.

–¿No fue Bleu su primera aproximación a la temática religiosa?

–¿Cómo puedes relacionar Bleu con la religión? No lo creo: Bleu se pregunta sobre la vida, sobre por qué estamos acá, sobre cómo sobrevivir cuando está todo quebrado. Quizás se lo pueda llevar al aspecto religioso, pero yo no lo haría.

–¿Qué cosas cambiaron en usted desde sus inicios?

–Creo que una se transforma y por eso estamos acá... Hay que empujarse en varias direcciones, en varias atmósferas.... Los actores tienen que servir, no limitarse a obtener premios, a recibir. El trabajo es ponerse en la posición de dar: ésa es mi idea de ser actor. Para mí, la recompensa es dar: cuando me olvido de mí siento la libertad que da pasar a través de mí. Es como una madre que da a un niño: actuar es eso. Es ser un receptáculo de sentimientos, sensaciones, de transformaciones. Actuar es una manera de mirar al interior del ser humano con una lupa.

Sexualmente inquietante en Una vez en la vida, de Louis Malle, asexuada en la propia Bleu o romántica en su heroína de El paciente inglés (la película de Anthony Minghella por la que ganó un Oscar), la Binoche asegura que no deja nada de sí misma en sus composiciones..., que no es bueno que un actor imprima a sus criaturas un sello personal. Desaparece –dice–, se evapora hasta adquirir la carnadura de un fantasma, como se la recuerda (pálida, ciega) en Los amantes del Pont Neuf, de Leos Carax. Ella es la actriz mitificada que le dijo que no a Steven Spielberg para filmar Jurassic Park, la que sigue repitiendo (ahora mismo, en la entrevista) que nunca tiene en cuenta la variable comercial, autoelevada a la categoría “artie” que –otra vez– refuerza la mitología de su cinematografía nacional. Sin embargo, no le gusta pensar sus reparos ante Hollywood, ante esas comedias americanas que le parecen “repugnantes” como un aporte más al enfrentamiento entre dos países, acrecentado después del 11/S. “Somos todos seres humanos, ¡y esto es cine! ¿De qué estamos hablando?”, ligeramente violentada, pero siempre en susurros. La mujer introspectiva de las películas, la que prolongaba silencios hasta la exasperación en la fantástica Bleu, la misma que cuando habla (en Chocolate, Mala sangre, La insoportable levedad del ser, entre otras de sus películas) lo hace bajito, “sensible”, estuvo, hace poco tiempo, dispuesta a dejar la actuación. Algo, en ella, parece vacilar continuamente... Ocurrió durante la filmación de Caché, que no fue una experiencia gozosa.

–Quise parar y fui a ver a mi profesor de teatro y le dije que sólo quería enseñar actuación. Me dijo: “No puedes salir de delante de cámaras; tenemos que verte”. Es como la vida: placer y sufrimiento. Yo nunca trato de salvarme: yo me expongo (insistente sobre su altruismo). Yo quiero dar –sigue–. Esa es mi elección. Y también la de elegir proyectos arriesgados. No elijo por dinero, no me guío por fines comerciales. Mis personajes están solos, y tal vez mis elecciones vayan a buscarlos así. Siempre estamos solos, así estemos acompañados. Cuando lo aceptan, surge la conexión con el otro.

–¿Su método de actuación?

–Lo mejor para actuar es observar, estar atentos a los detalles, ver otras vidas posibles... Recuerdo, por ejemplo, el trabajo con Ferrara. El se preguntaba cómo yo iba a trabajar. Le demostré que había investigado, que sabía sobre María Magdalena. Eso debía ser más fuerte que nuestras diferencias. Yo no tomo, soy ordenada; él bebe alcohol, es caótico. Ferrara se preguntaba cómo haría para trabajar con una mujer sin amantes, a la que no le gusta la bebida. Igualmente, dos veces fuimos a cenar y se quedó dormido durante la cena. Cada día era diferente: a veces improvisaba, otras veces repetíamos y cambiábamos la escena. Yo empezaba a decir el Evangelio y al final se conmovía. Entendía que un actor es mucho más de lo que parece.

–¿Qué espera de un director?

–Yo me puedo adaptar a la intención de control. Mi falencia era querer controlar y trabajé en contra de ese defecto. Empecé a ayudar, a relajarme, a aceptar que quieran controlarme. Si ponía demasiado de mí, al actuar, iba a perder frescura. No parecería viva. Tenía que ser neutra, abierta, y no querer saberlo todo.

–¿Cómo logra una relación tan intensa con la cámara?

–No creo que sea mi relación con la cámara: es lo que yo tengo adentro mío. Lo logro sin querer saberlo todo. Tengo el conocimiento de la escena que me toca, pero dejo que las cosas fluyan. Y la cámara puede atrapar ese estado. El equipo de trabajo, la manera en que me miran, también construye ese efecto. Se crea una intimidad aunque haya cientos de personas del otro lado de la cámara. Si no se logra una conexión con el director, no se transmite. Alguien con quien sí me pasó es con Minghella: acabo de volver a filmar con él (después de El paciente...), junto a Jude Law: me toca ser una joven de Bosnia que se relaciona con dos hombres al llegar a Londres. Viene de Sarajevo, donde era musicóloga, y tiene que emigrar y dedicarse a coser. Aparecen temas relacionados con la supervivencia y la emigración.

–¿Hubo un antes y después del Oscar?

–Algo fundamental no cambió: fue apenas algo lindo pero superficial. Es una entidad abstracta, no es tangible, construye fantasías en la imaginación de la gente. Siempre seguí siendo crítica de mí misma: a veces me gusto, otras veces ¡no! Pero en general no tengo remordimientos: eso disminuye al ser humano. A veces pienso que podría reaccionar de otra manera, pedir perdón para aspirar a la reconciliación y la transformación. Pero me hago cargo de mis decisiones.

–En su carrera no abunda la comedia...

–En este momento quiero empezar a hacer más comedias pero no las típicas americanas. Me imagino en una comedia como La guerra de los Roses, con esa fuerza, fuera de lo común, irónica, ese estilo me identifica.

–Usted logró condensar “la imagen del dolor...”

–Hay que exprimir el dolor que uno ha vivido para expresarlo ante el mundo. Pero aunque no lo crean soy una persona bastante alegre, casi feliz. Me gusta la comedia romántica, no tan empalagosa como la norteamericana que me da ganas de vomitar.... Eso sí, la mayoría de las veces, no sé por qué razón, las comedias me hacen llorar.


Por Julian Gorodischer desde Mar del Plata
para Página 12 en su edición dominical

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